Vendiendo el cofre subterráneo
La propuesta de María Corina a Trump—sacar a Maduro a cambio de abrir la industria petrolera—incluye un proyecto anacrónico que el mismo Maduro podría apropiarse


“… el orden que necesitamos no existe” —Benjamin Bratton
El 15 de marzo, Trump invocó una oscura ley de 1798 para deportar sin juicio a cualquier venezolano que las autoridades estimen es miembro del Tren de Aragua, y rápidamente se hizo un primer traslado a El Salvador pese a una orden judicial que lo prohibía. La publicación del presidente salvadoreño en X , celebrando la llegada de más de 200 venezolanos, no solo es parte baladronada y parte promoción del CECOT—el negocio carcelario de Bukele S.A.—sino un verdadero signo de estos tiempos.
Como respuesta, el lunes fue publicado en X un comunicado firmado por el presidente electo y María Corina Machado en que, por primera vez, tratan de balancear su apoyo incondicional a Trump con la solicitud de protección a los emigrantes venezolanos, aunque omitiendo aludir directamente a que las deportaciones se hicieron ostensiblemente fuera del marco de la ley y del debido proceso, e irrespetando decisiones de tribunales.
Están obligados a estos malabarismos pues en este momento creen que la jugada que les queda es insertarse, como Bukele, en la red geo-empresarial de la “MAGAcracia”, tratando de hacer de la transición política venezolana una suerte de transacción comercial en la que Trump pueda ganar algo: un intercambio de riqueza por libertad.
Las políticas de la melancolía
Tras el aparente fracaso del discurso de la “seguridad hemisférica”, Machado ahora trata de ofrecer algo a cambio de la destrucción de la dictadura. Y lo que ofrece son las riquezas del subsuelo venezolano, que estarían a disposición—tras la hipotética caída de la dictadura— en un “eje energético” de las Américas abierto a inversores de todo el mundo, un negocio tan maravilloso que motivaría a esos inversores a convencer, presionar, incentivar a Trump a que derroque a Maduro.
Este giro “realista” en el usualmente idealista discurso de Machado tiene como contexto la lucha entre gobierno y oposición para ganar el favor de Trump, un confuso ajedrez entre lobbies que tratan de excluir al contrario de los arreglos y negocios con Estados Unidos.
Así, en medio de una empresarialización en que Gaza se reduce a un tema de bienes raíces y Ucrania a tierras raras, Bukele tiene el Cecot y María Corina su eje energético. Pero su oferta se basa tanto en las ilusiones perennes de la política venezolana (que Venezuela tiene más petróleo que Arabia Saudita cuando tiene sobre todo crudos extrapesados que, como dice un ex director de PDVSA, no son todos recuperables) y la también perenne negación de una realidad inconveniente: el petróleo venezolano no es indispensable para nadie y Trump, partidario del fracking, insiste en que EEUU no necesita petróleo foráneo.
Machado cree que puede insertar su thatcherismo melancólico en la geopolítica de Trump.
Pero esta propuesta retrata de cuerpo entero a una clase política que ve el futuro con los ojos del pasado. Si la consigna de la Magna Reserva de Chávez era un remedo de la nacionalización del petróleo por Carlos Andrés Pérez, el eje energético es imitación del proyecto Giustiano de la Apertura Petrolera de los años 90, otro ejemplo de la fuerza de nuestras melancolías políticas.
Como en el Continuum de Gernsback del cuento de William Gibson, en el que el protagonista está asediado por espejismos de futuros que no fueron, Chávez no veía más que los de la Gran Colombia del siglo XIX y la Gran Venezuela del siglo XX. Y Machado, en noches asediadas por los fantasmas de Reagan y Tatcher, sólo ve los de la Apertura Petrolera.
Ninguno ve más allá de la ilusión de un cofre mágico y subterráneo como salido de Las Mil y una Noches, lleno de riquezas infinitas capaces de generar milagros instantáneos.
Los apoderados
Machado cree que puede insertar su thatcherismo melancólico en la geopolítica de Trump. Sin embargo, hay más de una diferencia entre el viejo proyecto privatizador de la Dama de Hierro—que todavía era una política pública—con la empresarialización trumpista, y más de una semejanza entre la privatización del Estado por el cartel cívico-militar venezolano y la captura del gobierno estadounidense por DOGE y el naciente Cartel de los Billonarios.
De hecho, ante la privatización del Estado lograda a punta de nacionalizaciones, todo el viejo debate que reduce la gobernanza a un tema de propiedad pública o privada es tan retro como las canciones de Guillermo Dávila y los sketches de Radio Rochela. Mientras nuestro sigloventismo preserva el fetichismo por la propiedad de PDVSA y el mito de una riqueza infinita que nos hace el país más importante del mundo, el problema del siglo XXI es la finitud de los recursos, el impacto de la quema de hidrocarburos y el control efectivo de las actividades mineras y energéticas por las poblaciones.
Es decir, si los venezolanos controlaran de verdad su subsuelo a través de un poder público que cobrara impuestos y pusiera reglas, sería secundario quién extrae el petróleo. Esa industria sería una combinación accidental de operadores públicos y privados, donde público puede significar también empresas municipales o estadales, y privado empresas locales o comunitarias.
Y si Trump, en una de sus fantasías, quisiera anexionarse ese “eje” como al Canal de Panamá o a Groenlandia: ¿para qué necesitaría de Machado o González Urrutia, que ofrecen lo que no tienen?
Lo que no queda claro del todo en las fantasías de privatización es si se trata del viejo sueño húmedo de la venta de acciones de PDVSA o de establecer una propiedad privada del subsuelo al estilo tejano, un camino en que el cartel cívico-militar ya nos ha hecho avanzar bastante, como es evidente con las depredaciones de Tareck El Aissami y en las zonas mineras de Bolívar.
Dado el carácter patrimonialista y centralista del Estado, incluso tras las nacionalizaciones, los venezolanos tuvieron siempre muy poco poder sobre el cofre subterráneo y quedaron como una Britney Spears caribeña, morena y multitudinaria, perpetuamente defraudada y estafada por apoderados y tutores sobre los que no tenía mucho poder y que no se la tomaban en serio. La pobreza de las ricas zonas petroleras de Anzoátegui y el Zulia, y las seculares destrucciones ecológicas son prueba de ello.
Más allá del dogma ideológico de apartar al Estado de la extracción—y de disminuir los ingresos fiscales—novedoso sería discutir los medios para que los venezolanos tengan control real sobre la actividad minera y energética. Pero esa discusión no se puede reducir a los partidos, las tecnocracias y los grupos de expertos cuyos proyectos usualmente expresan los reclamos y fantasías de parcialidades políticas.
Uno podría usar la razón especulativa y pensar en una rectoría sobre actividades mineras y petroleras que estuviera en manos de un órgano—¿o plataforma?—propiamente democrático que incluyese también a los municipios, las regiones y las comunidades y no sólo al gobierno de turno y los partidos en el poder en Caracas. Pero en ese caso el debate no se reduciría, como quiere Machado, a la seguridad jurídica y las garantías para los inversionistas extranjeros; también tendría que abarcar las garantías para los ciudadanos y comunidades de Venezuela, afrontando los posibles conflictos con el Estado y los socios extranjeros.
Como sea, la propuesta de Machado no resuelve el problema de su irrelevancia: no hace falta democratizar Venezuela para que se vuelva un eje energético, pues se extrae petróleo hasta de zonas de guerra y los mayores productores del mundo son autocracias. Además, el que puede hacer esa oferta es el lobby dictatorial del gobierno, Chevron, Sergeant, et alia. Y si Trump, en una de sus fantasías, quisiera anexionarse ese “eje” como al Canal de Panamá o a Groenlandia: ¿para qué necesitaría de Machado o González Urrutia, que ofrecen lo que no tienen?
Como sea, ese trueque ilusorio cuya imagen se proyecta como una diapositiva descolorida sobre el video de las deportaciones al CECOT parece ser, junto con el petro y la Magna Reserva, el último espejismo que nos deja un país que ya no existe y cuyo fin las élites no quieren aceptar.
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