¿Qué hacemos si la dictadura llegó para quedarse?

La resiliencia del Madurato y la hostilidad del entorno internacional nos obliga a pensar que Venezuela sólo sobrevivirá si valora a su diáspora y aprende a organizarse sin los políticos tradicionales

 “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas” —Gilles Deleuze

El primer “vuelo de repatriación” llegó este 10 de febrero a Venezuela supervisado por Ric Grenell, el enviado especial de Trump, materializando el polémico acuerdo hecho a principios de mes.   

Aunque la reunión de Maduro con Grenell, fue una sorpresa, no es sorprendente que el POTUS “pague” la recepción de venezolanos deportados dejando que se renueven las licencias petroleras de Chevron. Hay negocios cuando uno tiene lo que el otro necesita, y Venezuela necesita adónde exportar y Estados Unidos adónde deportar. Además, en los días siguientes, aparecieron versiones según las cuales los intereses  de la industria del asfalto en Florida habrían facilitado el encuentro.

Lo cierto es que el fiasco del 9 de enero y esta reunión terminaron con este último ciclo de la oposición venezolana. Históricamente cada dirigente de oposición importante ha personificado una coyuntura/posibilidad transitoria tras la que se vuelve irrelevante o inofensivo. Pasó con Capriles y Guaidó y ahora parece estar pasando con Maria Corina Machado. 

Tal vez por eso, tras el regreso de Trump a la Casa Blanca la lideresa no solo se ha enfocado en la política exterior, donde espera recuperar las fuerzas perdidas,  sino que se inclina cada vez más a la derecha que parece considerar su aliado natural en una lucha mística al estilo del Señor de los Anillos. 

Pero vivimos en un mundo caótico y múltiple, más parecido a Juego de Tronos, y su apoyo abierto e innecesario a Noboa en Ecuador, su enorme entusiasmo por el Israel de Netanyahu y El Salvador de Bukele, su efusivo saludo a Santiago Abascal  y los Patriots.eu, pero sobre todo su tibieza ante la estigmatización y persecución de venezolanos en EEUU no vigorizan su liderazgo. Más bien siembran la duda de si ella solo defiende la democracia y los derechos humanos cuando es la izquierda la que los amenaza.

Pese a que la administración Trump ha definido a los venezolanos como un enemigo interno, los denigra sistemáticamente y  parece preparar una operación masiva de deportación, Machado ha evadido lo más posible el tema e intenta convencer a Trump de que Maduro es la cabeza del Tren de Aragua y hace falta una coalición internacional para acabar con el problema de raíz.

El reaganismo melancólico de esa narrativa no sólo ignora que Trump no es Reagan y los MAGA no son neoconsy no se interesan por aventuras como las de Panamá y Granadasino cuán conveniente les es mantener relaciones con el Madurato: pueden deportar cuantos venezolanos quieran, beneficiar a algunos importantes lobbistas y donantes, y con eso mantienen algún contrapeso a la presencia china en la región. 

Es decir: no ganan nada “quebrando” a Maduro. 

Enfrentar la distopía

Ante este panorama no queda otra que enfrentar seriamente la hipótesis distópica: la dictadura seguirá por años o tal vez por décadas. Hasta ahora, esta hipótesis se ha planteado con muy poca seriedad y solo para validar ideas absurdas como la del “candidato potable” o la “invasión salvadora”: “la dictadura es invencible… pero se doblegará ante el poder del voto o le entregará el poder a Rosales”. “No hay nada que los venezolanos puedan hacer contra la narcodictadura… pero Trump la quebrará en 24 horas”.

En este punto la forma más popular de la hipótesis distópica es esta última. Pero ¿qué pasa si, infiriendo desde las tendencias actuales, tomamos la “hipótesis distópica” en serio, sin endulzarla con ilusiones ridículas?

Se nos presenta entonces un cuadro definido por tres tendencias: 

La primera: consolidación de la dictadura como un estado de represión extrema y constante en el territorio venezolano, que no permite una movilización política a gran escala, solo disidencias y resistencias clandestinas. 

La segunda: un entorno internacional marcado por políticas migratorias basadas en cerrar fronteras a los venezolanos y devolverlos a Venezuela.

La tercera: empobrecimiento, precarización, vulnerabilidad e impotencia crecientes de los venezolanos dentro y fuera del país. Como ya ocurre desde hace décadas con los haitianos en las Américas, los palestinos en el Mediterráneo o los congoleses en África, los venezolanos se van convirtiendo poco a poco en una población descartable o una “raza maldita”. 

En esta distopía la dictadura se situaría en un entorno internacional ni muy favorable ni muy hostil, al que ofrece materias primas, traficar y transitar por su territorio y soluciones a los problemas migratorios que ella misma causa, tal vez, creando una puerta giratoria de migración y deportación o, incluso, “cobrando” por retener o ralentizar la emigración como en su tiempo hizo Gadafi para Europa. Y como los gobiernos no se ocupan de las causas de la migración -como tampoco se ocupan de las de la pobreza o las del cambio climático- nadie se preocupa de curar la enfermedad cuando puede tratar los síntomas. 

Además, el control de un territorio vasto y lleno de recursos siempre  puede abrir nuevos abanicos de arreglos y acuerdos: sea con viejos conocidos (como traficantes de oro o cocaína o petroleros y asfalteros del sur de EEUU) y con cualquiera que quiera y pueda aprovecharse de la posición geográfica de Venezuela o de los recursos de su subsuelo. Y en un mundo cada vez más oligárquico -y mafioso- esos intereses particulares pesan cada vez más. 

Un archipiélago venezolano

Vivamos en ese mundo distópico o no, las fórmulas y consignas fáciles que han definido a las distintas oposiciones venezolanas -como “votar”, “abstenerse”, “solicitar una intervención/sanciones” o incluso “protestar” o “salir a la calle”- ya no dicen nada sobre lo que realmente sería necesario para sacar al Madurato del poder, es decir, organizar y combinar actividades distintas y no solo obsesionarse  con el fetiche de la temporada (sea votar, llamar a la abstención, trancar calles o rezar por una invasión o un golpe).

En esas condiciones de incertidumbre total, las cosas serán más difíciles si los venezolanos no vencen su tendencia  a la dispersión, el sectarismo, la ingenuidad política y el liderazgo personalista, y aprenden a ayudarse y defenderse mutuamente. A la limitadísima imaginación política adecopeyana, que reduce la organización al partido político y la política al comercio electoral, deberíamos oponer no solo la memoria de los grandes movimientos democráticos de las últimas décadas, sino las experiencias de resistencia y apoyo mutuo de otras diásporas -china, judía, hindú, palestina, africana, mexicana, cubana, irlandesa, etc.

Lo que ha demostrado la crisis de los TPS es que los asuntos de la diáspora venezolana conciernen a todos los venezolanos por igual, pues en una sociedad transnacionalizada la política interior y exterior se trastocan constantemente, y que defender la diáspora como institución social (más allá de la promesa melancólica del retorno, que tan conveniente es para los xenófobos)  es defender la sustentabilidad de los venezolanos en Venezuela, que ahora es solo la isla mayor en el archipiélago de la venezolanidad.

¿“Evacuar” a Venezuela como una nave que naufraga, radicalizar el éxodo, sería la estrategia a largo plazo? ¿O será posible todavía construir fuerzas y redes para combatir la dictadura en el futuro?  Lo cierto es que a través de los años o décadas de esta Edad Oscura en que estamos entrando seremos más débiles si no somos capaces de organizarnos mutuamente para la defensa y conquista de derechos, la creación cultural, la educación, o la producción de riqueza.

Eso ya viene ocurriendo desde hace años, solo que no con los alcances y la intensidad que demanda una situación catastrófica y en constante deterioro y, particularmente, no con la mentalidad adecuada. Ahora, con un drástico recorte de las ayudas internacionales y el colapso del liderazgo tradicional, la situación parece más desesperada que nunca, y no la revertiremos en el corto plazo. 

La lucha contra la autocracia en Venezuela y la lucha contra la xenofobia fuera de ella son equivalentes: luchar por la libertad de los presos políticos es tan importante como luchar contra las deportaciones, y EEUU, Perú o Colombia son frentes de lucha tan importantes como Venezuela. Una diáspora próspera e influyente es la “línea de vida” para los venezolanos de Venezuela, especialmente en escenarios distópicos como los que se perfilan.  

Si no aprendemos a articularnos más allá de la corrupción de los partidos, el sectarismo de los líderes mesiánicos y los vicios clientelistas, la mayoría de los venezolanos tendrán una existencia cada vez más miserable y se convertirán en una de las muchas poblaciones descartables del planeta. Pero si en los próximos años logramos empoderarnos un poco los unos a los otros. tal vez aprendamos  cómo hacer potencia de la impotencia y fortaleza de la debilidad.  

Si esto es posible, sin duda no lo será gracias a los partidos o políticos que conocemos, cuyo ciclo de utilidad ha terminado. Tampoco ocurrirá mañana o pasado mañana. Por ahora el invierno ha llegado y no hay sueños de primavera.

Jeudiel Martínez

Sociologist and writer, currently a refugee in Brazil. Formerly a literary editor for the Biblioteca Ayacucho Ilustrada project and a guest lecturer at UCV. An otaku, geek, and combat sports enthusiast particularly interested in political sociology, pop culture, and speculative fiction.