4F y la lucha por asignar las culpas
En fechas como hoy, se suele torcer el sesgo retrospectivo para atribuir el origen de la tragedia al presidente que sacó a Hugo Chávez de la cárcel en 1994. Pero hay que recordar el contexto en el que Caldera pensó que era lo mejor para estabilizar al país
El 4 de febrero de 1992 es una de las fechas más problemáticas de la Venezuela moderna. Si bien fue un golpe fallido, hay quienes consideran que de retruque terminó acabando con el sistema democrático nacido en 1958. Desde el poder se sigue glorificando la figura insurrecta de Hugo Chávez, en la otra orilla se reivindica a Carlos Andrés Pérez, el entonces impopular presidente agredido. En medio de los dos relatos un tercer protagonista, Rafael Caldera, recibe trancazos de ambas partes. De este último es de quien quiero reflexionar al cumplirse treinta y tres años de un problema sin aparente solución.
Desde los primeros años 2000 se ha hecho común todo tipo de opiniones, muchas veces agresivas y deshonestas, en contra de las dos actuaciones fundamentales de Caldera en el contexto de este golpe: su discurso ante el Congreso Nacional aquel 4 de febrero y el sobreseimiento de la causa a Chávez y a otros oficiales rebeldes, al ser nuevamente presidente en 1994.
El discurso fue más “oportuno” que “oportunista”, dirá el filósofo Luis Castro Leiva. El joven Alberto Barrera Tyszka, de manera irónica y crítico con la “imagen mesiánica” de Caldera, concedía que “fue un golpe más certero que el del comandante Chávez”. Pero las palabras de Caldera fueron una continuidad de lo que ya había dicho en años anteriores: cuando el Caracazo en 1989 o al pedir rectificaciones al gobierno, en la sesión por el bicentenario de José Antonio Páez en 1990, en presencia del propio Pérez. Nuevamente, en esa tribuna del Congreso Nacional, Caldera fue la voz de la oposición democrática, censurando el golpe y dándole un sentido crítico que fuera más allá de las solidaridades automáticas. ¿Eso no es lo que debería ocurrir en democracias consolidadas? Quizás la venezolana en los años noventa ya no lo era del todo.
En la etapa final de CAP ocurren los primeros sobreseimientos y reincorporaciones a las Fuerzas Armadas de parte de los sublevados. Esto continúa en el periodo provisional de Ramón J. Velásquez.
Este discurso, más que devolverlo al ruedo, ayudó a terminar de fijar su imagen como salvaguarda del sistema, del que además había sido cofundador. En esos años será el propulsor de una fallida reforma constitucional, capaz de modernizar el sistema y que posiblemente hubiera quitado a Chávez su futura bandera de “La Constituyente”.
Caldera, o la misma generación de Pérez, sabían cuál era el entusiasmo popular décadas antes a la hora de defender la palabra “democracia”, que ofrecía libertades, mejoras materiales y progreso social. Treinta años después ya no estaba de moda, muchos abogaban por desmontarla y, en el mejor de los casos, se pensaba como un derecho adquirido e irrevocable.
Es necesario recordar la secuencia completa. En la etapa final de CAP ocurren los primeros sobreseimientos y reincorporaciones a las Fuerzas Armadas de parte de los sublevados. Esto continúa en el periodo provisional de Ramón J. Velásquez.
El sistema democrático no logró reinventarse. ¿Tienen la culpa los dos últimos presidentes constitucionales de la democracia? Tienen su responsabilidad, claro está. Pero también el resto de la dirigencia política, gremial, académica y mediática.
En la campaña presidencial de 1993 la mayoría de los candidatos abogaban por liberar a los oficiales restantes. Claudio Fermín, Andrés Velásquez y Oswaldo Álvarez Paz lo veían como un gesto para regresar a la normalidad. El que llegara quería ganarse unos puntos de popularidad y había una idea de normalización. Tenía sentido en la historia del sistema democrático venezolano, caracterizado por la conciliación y la reinserción.
En el caso de Caldera, había un antecedente similar: las medidas de “pacificación” respecto a las guerrillas de izquierda que él había tomado en su primera presidencia, que incluyeron perdones. Sin embargo, Caldera fue el único que se mantuvo cauto en la campaña de 1993 y no dijo nada sobre sobreseer a los golpistas de 1992. Sacarlos de la cárcel también era la idea de la Conferencia Episcopal; el Congreso debatía sobre una posible Ley de Amnistía y en la opinión pública los golpistas eran “ángeles rebeldes”, superhéroes de carnaval, figuras simpáticas de la caricatura local. En un evento en la UCV, el propio José Ignacio Cabrujas se preguntaba, ¿qué clase de militares son estos? ¡Leen poesía!
Con la llegada del gobierno Caldera II terminaron las últimas liberaciones. Para su gobierno era más importante recomponer el ejercicio presidencial, tan vapuleado después de la renuncia de CAP y las presidencias interinas de Lepage y Velásquez, y atender la crisis financiera que acababa de estallar. Entonces, no es que liberar a Chávez y compañía era algo inevitable, pero las flechas del contexto indicaban el camino.
El sobreseimiento de la causa a Chávez quizás pudo haber pasado por anécdota, como cuando Caldera en su primer gobierno perdonó a Miguel Silvio Lanz, esbirro de la dictadura de Pérez Jiménez y carcelero del propio presidente. Pero no. Chávez, quien en las encuestas llegó a tener un 4% en 1997, logró capitalizar un malestar general que a CAP II le había explotado como rebelión social y militar, y a Caldera II en forma de desapego y apatía.
El sistema democrático no logró reinventarse. ¿Tienen la culpa los dos últimos presidentes constitucionales de la democracia? Tienen su responsabilidad, claro está. Pero también el resto de la dirigencia política, gremial, académica y mediática.
La democracia trasciende el solo hecho de votar y su fragilidad está en siempre ser un proyecto inacabado.
En 1998 Chávez, con apoyo financiero, comunicacional y un discurso directo sobre acabar con los “cogollos” y la corrupción, refundar la república y poner orden, logró el apoyo popular en las elecciones presidenciales y recibió un cheque en blanco para rediseñar una nueva Venezuela. En vez de profundizar y mejorar lo ya logrado, el país retornó a su terrible tradición autoritaria, sólo que en una versión siglo XXI. Decía Caldera en 1987: “El mito de Sísifo nos acecha: es preciso vencerlo. La marcha es hacia arriba, pero sería un error trágico bajar al abismo para emprenderla”.
Caracas Chronicles is 100% reader-supported.
We’ve been able to hang on for 22 years in one of the craziest media landscapes in the world. We’ve seen different media outlets in Venezuela (and abroad) closing shop, something we’re looking to avoid at all costs. Your collaboration goes a long way in helping us weather the storm.
Donate