La tiranía de Schrödinger
En teoría, la dictadura está viva y muerta a la vez. Para resolver esta incertidumbre, el liderazgo debe dejar de depender de una sola persona y encarar al régimen con algo más que fe
Como era previsible, la “juramentación” de Nicolas Maduro transcurrió sin mayores tropiezos, aunque en una capital militarizada y con las fronteras y el espacio aéreo cerrados. Este evento tan previsible contradijo las expectativas, rumores y fabulaciones de los días y semanas anteriores producto, entre otras cosas, de la promesa de Edmundo González Urrutia de juramentarse ese día.
Esta nueva ola de ilusiones fue amplificada por el tono de los mensajes de María Corina Machado, que contradecían tanto a los mensajes previos en que insistía en que no hay una fecha definida para el fin del régimen como a la lógica misma de la consigna “hasta el final”. Pero tras los traumáticos eventos del día 9 finalmente empezó a discutirse lo evidente: que comienza una nueva fase de la lucha. Machado usó una metáfora, la de los rounds de boxeo, tan buena que es difícil entender por qué no se empezó a decir, desde hace semanas, que la juramentación de Maduro era simplemente la campana para el siguiente round…
Tal vez podemos entender esto si pensamos no sólo en el cortoplacismo crónico de nuestras oposiciones, sino en cómo para muchos la victoria o está asegurada o es imposible. Pero esta dificultad para enfrentar la incertidumbre es particularmente problemática en un periodo complejo y caótico en que el aparato represivo está en su Edad de Oro mientras el régimen en sí vive su decadencia: rodeado por una población hostil, aislado internacionalmente y muy vulnerable, por ejemplo, a perder el flujo de petrodólares garantizado por la tolerancia de los Estados Unidos.
Un famoso experimento de la física teórica, el “gato de Schrödinger”, plantea que un gato en una caja cerrada puede estar vivo o muerto a la vez, en la medida en que no se puede observar su situación. La de Maduro es la “tiranía de Schrodinger” a la vez caída y consolidada, sobre la que nuestras ilusiones y desilusiones no pueden decir nada útil.
Pero en una era de caos e incertidumbre, Machado es una determinista. Su empeño de sacar la confianza desde la fe en lo inevitable y en lo divino es una forma vintage y arriesgada de enfrentar no sólo la adversidad sino lo incierto, el caos. Lo suyo no es fe ciega: tiene razón en que es absurda la idea de mantener un país entero sometido a punta de pistola, así como sobre la deplorable situación internacional de la dictadura. Sin embargo, su argumento (determinista en el fondo y religioso en la forma) no nos explica cómo pasar de la fragilidad de la dictadura a su quiebre.
En realidad, el fin de la dictadura ni está decretado ni es inevitable: depende enteramente de la sustentabilidad de un aparato represivo para el cual cualquier costo es aceptable.
¿Represión sustentable?
Podríamos tomar el concepto de sustentabilidad para preguntarnos si es posible mantener en estas condiciones y por tiempo indefinido un régimen de pura represión, con todos los costos que implica, en el que muchos de sus miembros obedecen simplemente por el temor mientras el resto de la gente se desmoviliza porque vive en un “campo de miedo”. Al expresarse en videos intimidatorios y demostraciones de fuerza, al focalizarse en determinadas figuras, en la amenaza a los familiares, la represión se administra a sí misma incluso modelando la forma de pensar de las personas.
El ascenso de Machado tiene mucho que ver con la lucha no sólo contra el miedo sino contra una cultura que podríamos llamar “cobardista”, que presenta la lucha como algo absurdo o inútil. La campaña electoral movilizó a pesar del miedo al proyectar la fe en un objetivo pragmático y de corto plazo, pero ese coraje estaba basado en la promesa del poder del voto para vencer la violencia. Tras el fraude, y con la constante represión, encontrar nuevos vehículos y estrategias se ha hecho más difícil. En ese sentido tenemos que contrastar la fina organización demostrada durante las elecciones con su reverso: la falta de respuesta a un fraude que era tan previsible. Fueron los jóvenes y los pobres los que respondieron en una revuelta no reconocida por la dirigencia.
En ese contexto, lo que definió a la jornada del 9E fue una cierta reversión de la nueva oposición a las giras internacionales y las alianzas con la derecha de la vieja, mientras Machado parecía renunciar a la lucha continua de carácter asimétrico de la que había hablado al final del año pasado, en favor de una batalla decisiva entre represores y reprimidos donde bastaría con acumular toda la “energía potencial” de millones de personas movidas por la fe para ganar.
El dragón y la hidra
El liderazgo de Machado es un cesarismo de libro de texto: una “aristócrata” que se convierte en campeona del pueblo bajo al intercambiar unidad, conducción y empoderamiento por devoción y obediencia. Además de la extrema desorganización de la sociedad venezolana, la larga tradición de liderazgo cesarista explica este fenómeno que, en un giro sorprendente, feminiza el caudillismo venezolano como la ficticia Daenerys Targaryen hizo con el de los también ficticios Dothraki.
Este liderazgo de “madre de los dragones”, que a la vez empuja a la lucha y a obedecer ciegamente, ofrece una serie de ventajas y desventajas que se resumen en la centralización, que permite decisiones más rápidas pero es mucho más fácil de descabezar. Se hicieron evidentes la semana pasada, cuando la gente salió—aunque no en los números esperados—a pesar de la represión, siguiendo el llamado de una líder que fue detenida y—tal vez agredida—en día que cerró de una manera que nadie esperaba.
Tal vez un poco para disipar esa sensación de vulnerabilidad muchos quisieron explicar la liberación de Machado con divisiones en el gobierno o temores a represalias internacionales aunque, como han señalado otros, todo pudo ser producto de la simple descoordinación. Como sea, el 9E dejó en evidencia la fragilidad e insuficiencia de ese estilo hipercentralista de dirección a la hora librarse de los hábitos de las viejas oposiciones.
Por otro lado, el aparato represivo es desigual pero sigue siendo efectivo, con lo que es desconcertante que se haya creído que a punta de redes sociales y organización local se pudiese convocar en menos de una semana a manifestaciones tan grandes, que lo hicieran colapsar. Una entrevista reciente de Juan Pablo Guanipa a la vez revela que el plan para el 9E era simplemente llevar mucha gente a la calle y esperar que los militares se alzaran, y la conciencia de que la narrativa de la intervención extranjera es desmovilizante y de que los partidos deben reconfigurarse para la desobediencia civil. Esto muestra cómo la dirigencia está atrapada entre concepciones nuevas y viejas sin acabar de concebir la organización política más allá del aparato partidista tradicional.
Una oposición que es, en esencia, una audiencia que recibe instrucciones a través de audios, más que inquietante es poco práctica. Debería haber algún tipo de organización más densa a nivel local, que pudiera actuar con cierto margen de autonomía para escoger puntos de concentración. El desgaste del aparato represivo difícilmente ocurrirá en una sola jornada sino, como dice el mismo Guanipa, en una “escalada de menos a más” abriendo varios frentes.
En definitiva la oposición tiene que decidir si es un dragón cuya cabeza pueda ser cortada de un tajo, o una Hidra con miles de cabezas. Aunque esencial para la causa democrática, el liderazgo personal de Machado es insuficiente, y hay más opciones que obedecerla ciegamente—como pide el ala religiosa—o socavarla —como pretenden otros. Enrique Márquez (cuya desaparición hasta ahora sólo ha sido denunciada por la izquierda) y el movimiento por la libertad de los presos políticos son buenos ejemplos: Márquez reforzó las denuncias del fraude con su testimonio y las madres de los presos fueron, a finales del año pasado, el frente más activo de lucha contra la dictadura. Este tipo de sinergia podría compensar las desconfianzas y diferencias que nos dividen.
Sea como sea, y sacando otras variables y atractores extraños, lo único que los venezolanos pueden hacer para enfrentar la incertidumbre y decidir si la tiranía está viva o muerta es vencer la doble resistencia del miedo y la dispersión, organizándose sobre la base de la acción contra el enemigo común, que es lo que realmente en este punto nos unifica, y no cuestiones espirituales o identitarias. Tal vez hablando en pragmático, es decir, en términos de acciones, y viendo el liderazgo no como el poder sobrenatural de algunos sino como una tarea o función distribuida entre todos, podamos resolver la incertidumbre a nuestro favor.
Para eso, sin embargo, hace falta más que fe, oración y esperanza.
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