Re-democratizar a Venezuela requerirá reinventar nuestra cultura política
En un periodo de desdemocratización global como el que estamos presenciando, la democratización de Venezuela es una cuestión extremadamente compleja. ¿Es siquiera posible?
“Es, por el contrario, el Estado el que necesita recibir del pueblo una educación muy severa” —Karl Marx
Nadie esperaba una victoria tan abrumadora como la que obtuvo el expresidente millonario Donald Trump sobre la vicepresidenta estadounidense Kamala Harris el 5 de noviembre. Lejos de ser un triunfo electoral convencional, esta victoria deja ahora al caudillo norteamericano y sus aliados —incluso tras tratar de revertir los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 con acusaciones infundadas de fraude— en posición de controlar los tres poderes públicos, con lo que escenarios impensables en el pasado están ahora sobre la mesa.
Parece que las autocracias vencieron en la lucha épica que, según el actual presidente Joe Biden, estaban librando contra las democracias. ¡Y de qué manera!
Es que no sólo la mayoría de los electores estadounidenses apoyaron la autocracia en esa presunta lucha, sino tambien la misma administración de Biden al respaldar firmemente al gobierno de Bibi Netanyahu, considerado una autocracia por muchos sectores dentro y fuera de Israel, en una ofensiva militar sobre Gaza que, según las Naciones Unidas, “es consistente con un genocidio”. Cuando el 21 de noviembre la Corte Penal Internacional emitió una orden de arresto para Netanyahu y su exministro de Defensa Yoav Gallant, por crímenes de guerra, Biden calificó la orden de “escandalosa”.
Mientras tanto, más al sur, el desmantelamiento de los residuos del sufragio universal en Venezuela coincide con estos procesos de desdemocratización que también suceden en otros países y regiones, asomando lo que bien puede ser una tendencia global.
En un periodo de desdemocratización global como el que estamos presenciando, la democratización de Venezuela es una cuestión extremadamente compleja. ¿Es siquiera posible? ¿La reconstrucción de las infraestructuras, incluida las instituciones republicanas y liberales, bastaría para lograrla? ¿Tenemos en este momento alguna tendencia propiamente democrática en la política venezolana?
Para comenzar, democracia liberal y liberalismo no son exactamente lo mismo. Lo que define a la democracia es la capacidad de la gente común para moldear activamente la esfera pública —no sólo la existencia de libertades, derechos básicos o la división de poderes, por importantes que sean. Una democratización se reconoce cuando la gente común adquiere cierta capacidad de “gobernar a sus gobernantes”, como en los casos ejemplares de la conquista del derecho a huelga y el sufragio universal que cambiaron totalmente el juego político al darle a la gente común un leverage que previamente no tenía.
Pero en Venezuela tradicionalmente, como hemos señalado antes, se toma por democracia el pacto entre élites que representan a un ciudadano pasivo que es una suerte de eterno menor de edad.
Con la primaria, intempestivamente, inició un proceso en que el rechazo radical de la gente común a la dictadura y la situación del país empezó a expresarse en el discurso y la actividad política, llevando a la paradójica victoria del 28 de julio que, a la vez, implicaba la fe ingenua de que el gobierno iba a caer bajo el peso de los votos y una oleada de activismo y politización inéditas. María Corina Machado, sin aparato y enfrentada a una autocracia aferrada al poder, jugó al empoderamiento de gente común que, muchas veces, acabó pagando un alto precio por eso.
Tanto esa oleada como la respuesta del Madurato —represión de amplio espectro— ha causado cierta radicalización democrática en la oposición, que la obliga a un mayor énfasis en la lucha y la movilización ciudadana. De hecho, el tradicional discurso partidocrático, que tendía a la colaboración con el régimen, salió muy debilitado de la coyuntura electoral. Como muestra el amplio rechazo al Foro Cívico y, en general, a la idea de “pasar la página”, la cultura política del puntofijismo —liberal pero oligárquica y centrada en el partido, su “cogollo” y sus prohombres— parece estar en bancarrota. Esto, incluso en el contexto de “hiper-represión”, significa una oportunidad invaluable.
Las elecciones —que solían ser el núcleo de una cultura centrada en el aparato del partido, el candidato y la campaña demagógica— fueron el escenario de un protagonismo inusitado de los comanditos y los testigos de mesa, que desplazaron el foco de las maquinarias de los partidos a formas de organización más horizontales y sociales, con carácter más de activismo y menos de militancia partidaria, en una suerte de “rebelión electoral” que empezó con la primaria y de hecho duró hasta los dos días siguientes a la elección, con las protestas y decapitaciones simbólicas de estatuas de Hugo Chávez.
Para que ocurra una transición realmente democrática y no sólo una restauración de las instituciones liberales y republicanas (asumiendo, claro, que todo esto sea posible), haría falta una dinámica parecida pero mucho más duradera y menos evanescente: cuanto menos, tendría que surgir un ecosistema de partidos totalmente nuevo, además de una pluralidad de organizaciones políticas y sociales no partidistas. La Constitución, que tiene grandes defectos de diseño, tendría que ser al menos reformada y, como en el resto de un planeta cambiante, haría falta inventar instituciones nuevas: inéditas.
Por ejemplo, inédito en nuestro contexto, sería una descentralización enfocada más en los municipios y ciudades que en los estados, establecer el monitoreo en tiempo real del gasto público o una Defensoría del Pueblo particularmente fuerte, junto a otras propuestas más radicales: un sistema de seguridad social adaptado a estos tiempos en que el trabajo asalariado tiende a desaparecer —con instituciones como una renta básica que podría comenzar con las mujeres y los jubilados— y formas severas de control social sobre partidos y “representantes” electos en un contexto de lucha cotidiana por controlar los flujos de dinero público.
Lo esencial es entender que simplemente reconstruir la institucionalidad liberal-republicana —por utópico que eso parezca ahora— no basta para democratizar el país. Si tomamos el término “democracia” en serio y rigurosamente, será necesario construir medios tanto para presionar y desorganizar a la dictadura como para moldear colectivamente la esfera pública: antes, durante y después de una hipotética transición.
Y estos medios tienen que ver, en primer lugar, con crear la capacidad de hacer responder y definir el campo de acción de quien quiera que esté en el poder: es decir, con crear medios para “cobrar” y presionar a autoridades y gobernantes históricamente arbitrarios, corruptos e ineficientes.
La situación de los adolescentes detenidos y la horrible muerte del testigo electoral Jesús Martínez no solo expresan la brutalidad de una ofensiva autoritaria, sino la exacerbación de la relación predatoria de policías y militares con la población civil que existe desde hace décadas, en cierto sentido desde la fundación de la república, y que fue tolerada y permitida por todos los gobiernos civiles del siglo XX antes de ser alentada por la autocracia del siglo XXI.
Cambiar esto tiene que ver, claro, con una reconstrucción del poder judicial y la Defensoría y con profundisimas reformas no solo en las instituciones policiales, sino en las militares. También tiene que ver con la construcción de estructuras de activismo y desobediencia civil que no tenemos, la recuperación plena de la libertad de expresión y con la invención de sistemas formales e informales de consecuencias y castigos para las autoridades y gobernantes —quienes quiera que sean.
En la medida en que, con la victoria de Trump, algunos pretenden renovar las recurrentes fantasías de una solución externa a los problemas internos, hay que mantener los ojos en la bola de la política interna —de la organización— y tratar de separar la imaginación que puede cambiar la realidad de la fantasía que nos evade de ella. Y la imaginación política que necesitamos, aquí y ahora, es para encontrar formas de cobrar no sólo al Madurato sino al Estado venezolano y su clase política entera: de hacerlos responder y obedecer.
Si no desarrollamos nosotros mismos esa capacidad de gobernar a los que nos gobiernan, entonces nadie lo hará.
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