Maduro aplacó las protestas con represión. ¿Existen otras maneras de fracturar al régimen?

La paranoia y la crueldad del régimen es un arma de doble filo: puede ser un mecanismo eficaz de supervivencia o una fuente de autodestrucción #OptionsOnTheTable

Después de su triunfo el 28 de julio, la oposición venezolana parece atrapada en un laberinto sin salida. A pesar de haber ganado los comicios presidenciales, contar con las pruebas para demostrarlo y tener el apoyo de casi toda la comunidad internacional, no ha podido hacer valer su victoria. Más aún, la dictadura forzó al exilio mediante chantajes y amenazas a Edmundo González, el candidato suplente a quien Nicolás Maduro robó la elección. La líder opositora, María Corina Machado, se encuentra en la clandestinidad y cada vez más aislada, limitada en sus movimientos por la camisa de fuerza de la represión.

La razón por la cual la oposición no ha podido materializar su triunfo es simple: tiene los votos, pero no las armas. Mientras el régimen se mantenga unido y continúe aplastando con la fuerza cualquier manifestación de descontento, sus adversarios tendrán pocas opciones para impulsar un cambio.

La oposición enfrenta un desafío adicional: la pérdida de confianza en sus propias filas. Si no alcanza metas importantes en los próximos meses, la frustración aumentará y la población, como suele ocurrir, comenzará a culpar a los líderes políticos por el fracaso. Con el paso del tiempo, será más difícil evitar divisiones, combatir el desánimo y mantener la atención de la comunidad internacional.

La razón por la cual la oposición no ha podido materializar su triunfo es simple: tiene los votos, pero no las armas. Mientras el régimen se mantenga unido y continúe aplastando con la fuerza cualquier manifestación de descontento, sus adversarios tendrán pocas opciones para impulsar un cambio.

Por otro lado, un atributo del régimen que pone en peligro su propia cohesión es la nube de suspicacia que envuelve las relaciones entre sus dirigentes y facciones. Los chavistas se sienten amenazados por el enemigo interno tanto como por el externo. Se vigilan mutuamente, temerosos de que un actor o grupo poderoso decida marginarlos y acaben en las mazmorras de la dictadura, como ha ocurrido con muchos oficialistas.

Reconocer esta vulnerabilidad amplía el horizonte de acción de la oposición. Hasta ahora el enfoque ha sido el del cascanueces: ejercer presión sobre el gobierno para resquebrajarlo. Sin embargo,  al menos en la conversación pública, no se ha explorado lo suficiente la posibilidad de volver el carácter delincuencial del régimen contra sí mismo, alentando guerras internas y buscando maneras de profundizar sus divisiones. 

Mantener la movilización en medio de la represión

Desde que el régimen cometió el fraude electoral, la oposición ha convocado varias marchas para exigir a Maduro que respete el verdadero resultado. Es una estrategia racional, ya que la manifestación pacífica es uno de los pocos instrumentos de presión disponibles.

El problema es que, en las actuales circunstancias, protestar es un peligro. El chavismo nunca había reprimido con tanta intensidad como lo ha hecho desde el 28 de julio. Al menos 25 personas han sido asesinadas y unas 1.700  arrestadas según el Foro Penal, incluyendo más de un centenar de niños y adolescentes. Algunos de los detenidos han sufrido descargas eléctricas, abusos sexuales, inmersión en agua fría y asfixias con bolsas de plástico. A través de esta campaña feroz, Maduro ha logrado infundir terror en la población, reduciendo el tamaño de las manifestaciones. 

Es admirable que, pese a la represión, muchos venezolanos sigan dispuestos a reclamar sus derechos en las calles, conscientes de que esa acción cívica podría llevarlos a calabozos o centros de tortura. Sin embargo, no se puede esperar que todos se comporten siempre como héroes, especialmente cuando no hay certeza de que esos sacrificios rendirán frutos.

Por el lado del liderazgo opositor, cada decisión se ha convertido en un dilema desgarrador. El régimen demuestra a diario que no le importa encarcelar y torturar a inocentes con tal de preservar el poder. A María Corina Machado, en cambio, le preocupa y afecta el sufrimiento de quienes acompañan su lucha. Por eso se ha visto obligada a espaciar las protestas, convocarlas en las mañanas y hacer todo lo posible para disminuir los riesgos que enfrentan los manifestantes. La brecha de empatía entre la dictadura y ella reduce su margen de acción.

De modo que la oposición está entrampada: no dispone de muchas herramientas además de la presión en las calles, pero aumentar esta presión acarrea un incremento sustancial de detenciones. Esto, a su vez, genera un miedo colectivo que restringe su poder de convocatoria.

Plata y miedo

Existe otro problema aparte del reto de mantener la movilización en medio de la represión: no es fácil provocar un quiebre dentro del régimen. Lo demuestra el hecho de que aún no se ha producido uno tras el fraude colosal del 28 de julio y el reconocimiento internacional al triunfo opositor. Una gran paradoja del chavismo es cómo un gobierno tan incompetente en tantas áreas ha sido tan eficaz en evitar rebeliones internas.

La explicación más frecuente es que, al igual que Maduro, el alto mando militar y los jefes de las fuerzas de seguridad temen ser castigados por los delitos que han cometido bajo la dictadura. Estados Unidos ha sancionado y acusado de narcotráfico y otras fechorías a muchos de ellos, incluido el ministro de Defensa, Vladimir Padrino López. La Corte Penal Internacional lleva a cabo investigaciones sobre crímenes de lesa humanidad atribuidos al régimen. Ceder el poder implicaría asumir riesgos demasiado altos.

Plata y miedo constituyen, en buena medida, la receta para mantener cohesionado al régimen.

Otro obstáculo menos visible es que tanto Maduro como su predecesor, Hugo Chávez, reorganizaron la Fuerza Armada y los servicios de seguridad. Las estructuras de mando, que solían ser verticales, fueron reemplazadas por un sistema descentralizado y poco jerárquico que dispersa el poder entre un alto número de generales. ¿El resultado? Derrocar al dictador requiere la colaboración y coordinación de un gran número de actores.

A esto se suma un aparato de inteligencia que permea toda la Fuerza Armada para detectar y sofocar cualquier alzamiento, así como una red clientelar que premia a los militares leales con negocios lucrativos en sectores lícitos e ilícitos de la economía, incluyendo la industria petrolera, la minería, la importación de comida, el contrabando y el narcotráfico.

Plata y miedo constituyen, en buena medida, la receta para mantener cohesionado al régimen.

Una posible avenida de acción

El inventor Charles Kettering dijo una frase con una buena dosis de verdad: plantear bien un problema ya es hacer la mitad del trabajo para resolverlo. El principal reto de la oposición ahora es que Maduro le ha arrebatado la calle como instrumento de presión. ¿Existen otras maneras de causar una ruptura?

En la dictadura nadie confía ni en su propia sombra. Sus líderes saben que forman parte de una camarilla de delincuentes desleales y sin escrúpulos; un grupo que se mantiene unido no por vínculos afectivos, una causa noble o una ideología, sino por la convicción de que la supervivencia personal de cada miembro depende de la supervivencia del régimen.

Este clima de desconfianza es una vulnerabilidad que la oposición y la comunidad internacional, sobre todo Estados Unidos, podrían explotar. En teoría, no debería ser difícil fragmentar a un grupo de individuos que piensan lo peor unos de otros y que tienden a interpretar hasta los gestos más inocuos como indicios de una conspiración. Las sanciones personales, por ejemplo, no deberían enfocarse en castigar, sino en dividir. Las recompensas por la captura de los cabecillas de la dictadura podrían reformularse para hacerlas más efectivas en su propósito de tentar e instigar a potenciales traidores. Los organismos de inteligencia extranjeros también pueden divulgar información sensible con el mismo fin divisorio.

Al final, el quiebre tal vez no se produzca por la presión externa, sino por rebeliones protagonizadas por facciones del oficialismo con recursos suficientes para no ser aplastadas por Maduro.

Es posible imaginar un escenario en el que un chavista influyente, en medio de una pugna interna que amenace con hundirlo, comience a ver un proceso de transición como una opción preferible a terminar como Tareck El Aissami, el poderoso exministro chavista que Maduro arrestó y encarceló el año pasado. Si un líder del gobierno percibe un riesgo tangible de caer en desgracia, sometido repentinamente a la voluntad de delincuentes cuya crueldad conoce de primera mano, ¿no se volvería más atractiva la posibilidad de colaborar con la oposición para promover un cambio? Una transición, con toda la incertidumbre que conlleva, podría convertirse en su única forma de sobrevivir.

Al final, el quiebre tal vez no se produzca por la presión externa, sino por rebeliones protagonizadas por facciones del oficialismo con recursos suficientes para no ser aplastadas por Maduro. 

Esto podría contribuir a alinear incentivos entre actores clave de ambos bandos, facilitando un proceso de democratización.

El riesgo de división y desánimo 

Era previsible que la dictadura no aceptara su derrota e hiciera todo lo posible por atrincherarse en el poder. A la oposición no le queda más camino que aceptar los nuevos desafíos, adaptarse al nuevo escenario y encontrar nuevas maneras de seguir debilitando a Maduro.

Sin embargo, tan importante como innovar en la búsqueda de soluciones es evitar actitudes contraproducentes. La consumación del fraude ha generado una enorme desilusión. Un instinto muy humano es desfogar esa frustración culpando al liderazgo opositor por no alcanzar el objetivo final. Esta reacción no solo es autodestructiva, sino también injusta, ya que sobrestima el poder de estos políticos para lograr el cambio y minimiza tanto su coraje como sus éxitos. También se debe tener presente la dificultad de luchar desde la clandestinidad. No podemos ser intolerantes ante los errores de líderes que enfrentan ahora presiones inimaginables.

Cuando se critica a María Corina Machado por no haber cumplido su promesa de «cobrar» la victoria electoral, en el fondo se le reprocha no tener una fórmula para derrocar a una tiranía. La realidad es que nadie la tiene: ni ella, ni nosotros, ni los académicos que se especializan en el tema.

En un evento reciente en la Universidad de Georgetown, el profesor de ciencias políticas Javier Corrales afirmó que su disciplina aún no sabe cómo impulsar transiciones hacia la democracia. Esta admisión me pareció franca, viniendo de un académico que ha dedicado su carrera a estudiar los retrocesos democráticos y los procesos de democratización. 

Cuando se critica a María Corina Machado por no haber cumplido su promesa de «cobrar» la victoria electoral, en el fondo se le reprocha no tener una fórmula para derrocar a una tiranía. La realidad es que nadie la tiene: ni ella, ni nosotros, ni los académicos que se especializan en el tema.

A finales de julio, la oposición venezolana logró lo que pocos movimientos democráticos han conseguido: derrotar en las urnas a un dictador y reunir pruebas irrefutables de su triunfo. Demostró al mundo que, incluso bajo los sistemas más opresivos, siempre se puede hacer mucho para aumentar las probabilidades de una transición hacia la democracia. Esa hazaña requirió tenacidad, creatividad, optimismo y una mentalidad lo suficientemente abierta para buscar oportunidades y detectar aperturas donde casi nadie las veía. Ese es el sendero por el cual se debe seguir avanzando.

Alejandro Tarre

Alejandro Tarre is a Venezuelan journalist and writer. He has written for El País, The Washington Post, Americas Quarterly, NPR and others.