Más allá del miedo

Quienes trabajaron para la elección presidencial viven bajo la ansiedad extrema y cotidiana de ser detenidos en cualquier momento. Este es el testimonio anónimo de un joven activista radicado en Caracas.

A lo largo de los últimos 15 años,  he sentido miedo en diferentes momentos. En 2009, cuando asistí a mi primera protesta y fuimos reprimidos cerca de la torre de CANTV. En 2014, durante las manifestaciones que marcaron a toda una generación. En 2017, cuando tuve el honor de ser parte del movimiento estudiantil de mi universidad y en plena clase arrestaron a un amigo y compañero del equipo. En 2019, durante el apagón nacional, mientras enfrentábamos una emergencia médica familiar y, al mismo tiempo, trabajábamos en un informe para Michelle Bachelet, entonces Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU. También entre 2020 y 2021, cuando el asedio a las organizaciones humanitarias se intensificó con redadas en sus oficinas y congelación de cuentas.

Sin embargo, nada de eso nos preparó para el miedo que hemos vivido desde el 29 de julio. Tenemos amigos que llevan semanas escondidos, otros que han cruzado fronteras, y algunos que aún mantienen la esperanza de una transición que parece estar en proceso, pero sin la certeza de qué sucederá, ante niveles de represión nunca antes vistos.

La empatía se ha convertido en un escudo. Todos los días recibimos mensajes preguntando: “¿Estás bien? ¿Pudiste dormir? ¿Tuviste pesadillas?” Mientras tanto, compartimos protocolos de seguridad que actualizamos constantemente, evaluando las peores situaciones posibles. Nos preguntamos qué hacer si nos anulan el pasaporte de manera arbitraria, si salir del país es una opción, o si llegar a Maiquetía es una sentencia. Lidiamos con la paranoia, atentos a cada sonido extraño, corriendo a la ventana para asegurarnos de que todo sigue en su lugar.

Navegamos la incertidumbre sobre nuestro futuro, nuestro trabajo, y cómo se sienten nuestros seres queridos. También, cómo manejar las llamadas en la madrugada o los mensajes notificando que alguien ha sido detenido, evaluando si denunciar o no para que no sea contraproducente; darle mayor visibilidad puede poner en riesgo a la familia o disminuir las posibilidades de negociación para una liberación. A veces, nos sentimos culpables por pausar nuestras vidas un segundo para ver una película o jugar un juego de mesa. No podemos desconectarnos del trabajo ni de las redes sociales, pero nos preguntamos si todo el esfuerzo ha valido la pena.

En las alcabalas, que ya generaban desconfianza, la policía ahora revisa tu celular sin una orden judicial. Un mensaje equivocado en un grupo de WhatsApp podría costarte la desaparición o una multa de miles de dólares para que te dejen libre.

Los días son largos y debemos luchar contra la constante desensibilización protectora a la cual inconscientemente recurrimos, para no abrumarnos con la seguidilla de detenciones, con las historias de conocidos que fueron maltratados y con los testimonios desgarradores de menores de edad que, por un mensaje de WhatsApp o un video de TikTok, están en las cárceles más peligrosas de Venezuela, solos, sin poder ver a sus familias y sin derecho a defensa. Chamos que viven en un país que los privó de gran parte de su niñez y que hoy son, forzados a ser hombres y mujeres, obligados a soportar tortura física, violaciones, terror psicológico; cosas para las que ninguna escuela, universidad o la vida te prepara.

Para mí, el día más duro fue el 31 de julio. Despertarme con llamadas a las 6 de la mañana: “Se llevaron a Fulanita en la madrugada junto a 20 chamos del barrio, entraron a su casa y la arrastraron en pantaleta frente a su hija, sin importar los gritos de su familia; la golpearon, hijo, la golpearon.” Luego, el día que aprobaron la ley anti ONG: escuchar cómo de inmediato se piensa en implementar proyectos en clandestinidad, conocer cómo cientos de voluntarios renuncian por temor, hablar con amigos que no saben cómo podrán financiar sus actividades o seguir operando, y sobre todo, las cientos de personas que, por persecución, pueden quedarse sin trabajo y los miles de venezolanos que se pueden quedar sin sus servicios, desde protección a víctimas de violencia doméstica hasta formación en ciudadanía.

Pero lo más difícil de estos días de clandestinidad, de esconderse, han sido dos cosas. En primer lugar, no cargarnos con la culpa de querer salvaguardarnos. Hay quienes han dicho que los que nos dedicamos a la política no debemos sentir miedo, otros que no debemos moderar nuestros comentarios en redes sociales, ni dejar de ir a las concentraciones o escondernos. Pero, ¿no valemos más vivos y libres que presos o muertos? Lo segundo es aceptar que debo reinventarme una vez más para tener acceso a un sueldo. ¿Sabes qué es frustrante? Dedicar más de 10 años de tu vida a formarte en política porque decidiste que será tu instrumento para cambiar vidas y dejar un mejor legado en la tierra, y, no poder trabajar en eso porque vives en un sistema donde pensar diferente te convierte en un criminal, y ahora, en un terrorista.

Supongo que comparto esto contigo para decirte que el miedo es normal y que está bien sentirlo; sería ilógico no hacerlo. Para recordarte que aquellos que decidimos dedicar nuestras vidas al servicio público somos tan humanos como cualquiera: a pesar de que mantenemos la esperanza y la confianza de que estamos avanzando, también tenemos nuestros momentos de flaqueza. Quizá compartir esto contigo te ayude a sentirte menos solo.

Y, sobre todo, escribo esto para inspirar a otros a contar sus historias, para que juntos continuemos el vital ejercicio de memoria colectiva. Porque cuando este período oscuro finalmente pase, podremos llenar las páginas de los libros de historia y los museos con lo que acontece estos días. Para que las futuras generaciones puedan decir con orgullo que nunca más, en Venezuela, pensar diferente será considerado un acto de terrorismo.

Aunque los próximos meses serán largos, porque sabíamos que el 28 de julio era el punto de partida y no el de llegada, debemos estar claros en que está en cada uno de nosotros seguir manteniendo la presión tanto dentro como fuera de Venezuela. Sabemos que el régimen intentará aplacar nuestra esperanza; son expertos en eso, a través de la generación de narrativas de normalidad y de la idea de que ya debemos enfocarnos en las elecciones del año que viene. No obstante, así como ellos han aprendido, nosotros también hemos aprendido de nuestros errores en 2014, 2017 y 2019. Entender que la calle es un medio y no un fin, y que debe ser usada de manera estratégica, significa apoyarnos mutuamente.

Es fundamental contar con los venezolanos en el exterior, especialmente en México, España, Brasil y Colombia, para que continúen presionando a los gobiernos de esos países. También pueden ser nuestra voz en redes sociales, llevando la presión digital y manteniendo a Venezuela en el centro de la conversación sobre la restauración de la democracia. El legado de cuarto de siglo de autoritarismo no se esfumará sencillamente. Pero al final del día, sin duda alguna, esto también llegará a su fin. El miedo no durará para siempre y, cuando el polvo se asiente, quedará claro que todo esto no fue en vano.

Ilustración por Cristina Estanislao