Oyendo el grito de cambio desde la copa de un samán

Un nuevo evento de masas, incluyendo esta vez a Edmundo González Urrutia, acerca el fenómeno María Corina a la capital, en otro viejo predio chavista: La Victoria

Al llegar a La Victoria, en Aragua, de poco más de 170.000 habitantes, pensé por un momento que no tendría lugar el primer acto de campaña de Edmundo González Urrutia –en compañía de María Corina Machado– que debía comenzar pocas horas después. El PSUV, como se ha acostumbrado a hacer a través de la gira de Machado, había organizado su contramarcha en el área y movilizó autobuses llenos de simpatizantes y empleados públicos de distintos estados. Tanto el gobierno regional como el local en La Victoria están en manos del partido gobernante. 

En cada esquina se congregaban decenas de simpatizantes del PSUV –con franelas rojas o gorras con los mapas coloridos de la campaña del Esequibo– coordinados por miembros del partido con walkie-talkies. No eran concentraciones espontáneas. Solo en una calle pequeña conté más de 30 autobuses. En otra calle, una avalancha de mototaxistas bloqueó el tráfico por unos minutos, seguidos por un grupo de empleados del instituto de aseo municipal –con camisas tricolores con el nombre del alcalde chavista Juan Sánchez– en una suerte de rickshaws rojos. El gobierno incluso cerró un hotel local para evitar que allí se hospedaran los candidatos, y –supe después– Machado se había trasladado secretamente a Aragua en la noche para evitar ser retenida en alguna alcabala por la mañana que buscara evitarle llegar a la marcha. De hecho, el pueblo lleva varios días sin gasolina.

Tras dar varias vueltas por las calles corroídas de La Victoria, entre bodeguitas y ferreterías y un concesionario Volkswagen en ruinas, decidí tomarme un café en una panadería llamada La Mansión de Michel. Aunque venden guayoyo y pasta seca, algo del afán bodegónico de Caracas llegó al sitio: había enredaderas artificiales sobre decorados kitsch y una pared de grama artificial con “la felicidad está hecha para ser compartida” escrito en neón eléctrico. Adentro, también, Omar Barboza –secretario de la Plataforma Unitaria– tomaba un café con Hiram Gaviria, del partido PUENTE. Si él está aquí, pensé, la marcha todavía no arranca.

La vida política, a diferencia de Caracas, todavía se presencia en La Victoria: hay un comando de Machado, con fotos impresa de ellas, en una de las casitas; hay muros del PPT apoyando a Maduro y afiches suyos en los postes de luz; incluso hay todavía murales erosionados que anuncian que con Henrique Capriles “Hay un camino”.

Izquierda: militantes del MAS. Derecha: manifestantes opositores frente a un letrero del PSUV.

La concentración opositora sí atrajo mucha gente, como descubro cuando llego al lugar donde había sido convocada: una larga y estrecha avenida entre casitas de ladrillo y techos de zinc. Al final, en torno a unos samanes, hay una tarima en la cual dirigentes partidistas animan a la multitud que se va congregando. Hay banderas de Encuentro Ciudadano, de Un Nuevo Tiempo (UNT), de Convergencia, de PJ, de Voluntad Popular y de Vente por supuesto. Hay gorras de Acción Democrática y de Movimiento por Venezuela (MPV). En una esquina, un par de señores mayores levantan pancartas con el logo de Movimiento al Socialismo (MAS). En un momento, rodeado de un frenesí de pejoteros, llega Juan Pablo Guanipa y atraviesa la multitud hasta llegar a la tarima.

Un vendedor ofrece banderas de Venezuela. Carga también una de UNT. Un amigo, curioso, le pregunta de forma jocosa en cuánto está la bandera del partido. “No sé, me la dieron”, le dice el vendedor, “Pero te la vendo en $5”. Hay varios puesticos de buhoneros a través de la avenida vendiendo bandas con la bandera, franelas con la cara de González Urrutia, María Corina o el eslogan “hasta el final” contra un fondo turquesa.

Vendedores de souvenirs políticos en La Victoria.

La marcha no solo dinamitó las ventas de souvenirs políticos de los buhoneros. Bajo la pepa de sol de Aragua, las bodegas en torno a la avenida reciben colas de manifestantes que quieren comprar Solera o Polarcita. Al rato, sin rastro de Machado, nos adentramos en una de las bodeguitas y tomamos cerveza. No es ni mediodía, pero entre los cambures y el papel toilette resuena música electrónica digna de un rave.

De momentos, la multitud empieza a gritar “¡Y va a caer! ¡Y va a caer! ¡Este gobierno va a caer!” o resuena la salsa hecha con inteligencia artificial que afirma que todo el mundo con Edmundo. A medida que converso con los marchantes, noto una cantidad notoria de profesores y maestros. “Llevo tres años ganando 650 bolívares al mes ($18)”, dice Rafael Segovia, un profesor de la Universidad Bicentenaria de Aragua y la Universidad Simón Bolívar (USB) en Caracas. Sin embargo, Segovia lleva tres años sin ir a la USB por falta de recursos: da clases por Zoom a pesar de las fallas de internet y eléctricas. Dice que apenas ha logrado subsistir por bonos y que viene a la marcha motivado por la promesa de una mejor “calidad de vida” para las personas mayores. “Vivimos con un sueldo pírrico, miserable”, dice Francys González, docente jubilada de una escuela técnica local y actualmente profesora en un colegio privado.

Izquierda: señora con un letrero. Derecha: profesor Rafael Segovia.

Maibet, una educadora de Villa de Cura y miembro de MPV, me cuenta que da clases en un colegio público y a pesar de tener el rango más alto y un posgrado apenas gana $20 al mes. “No tengo seguro” y no funciona la seguridad social, me explica. “Se nos va la luz dos veces al día”, relata, “cuatro horas cada vez”.

María Corina, al hablar constantemente del reencuentro de la familia venezolana, ha dado justo en la tecla. “Quiero que mi hijo se quede en Venezuela”, me dice Maibet, pues su hijo está a punto de graduarse. “Casi toda mi familia está afuera”, explica González. Gabriela Benítez, una estudiante de psicología de 21 años, me dice que está pensando en irse del país si Maduro gana en julio. “Naguará, me han afectado muchísimo”, dice, “en todo; trabajo, estudios”. Segovia espera el retorno de su familia: “me voy a quedar solo”, dice, “mis sobrinos están todos en Perú y España”. Argenis Hidalgo, un técnico en procesos de refinación, me dice que también espera que su hijo vuelva de Ecuador. Lleva una gorra roja de PDVSA: trabajó allí, en INTEVEP, hasta su jubilación en 2016. “Para mí la política no tiene nada que ver, yo estoy identificado con mi trabajo y con Venezuela”, dice, “pero María Corina ha dado la talla y se le ha enfrentado al gobierno con los cojones como debe ser”.

Pero el ambiente es festivo, es de gente esperanzada; como una gran fiesta de calle o del vecindario que nada tiene que ver con la Caracas cínica y apolítica. Aquí, a pesar de los suplicios del sector público o de la Venezuela sin luz ni agua, la gente cree. Una señora mayor con una gorra de flores, rondando en sus setentas, baila y baila y baila: no baja sus brazos, cargando un letrero que en letras de colores afirma “Venezuela te levantarás y resplandecerás con María Corina y Edmundo”.

Entonces, precedida por una caravana de motorizados que abren el camino entre la multitud de la larga avenida, llega María Corina Machado. La multitud enloquece, grita, corre, la rodean. Parece que la van a aplastar. Machado corre, sonríe, se toma fotos en la caminata, abraza. Abre los brazos en el frenesí, en la marejada humana. El mar de miles de cabezas, de miles de teléfonos apuntados hacia ella, se traga a María Corina.

Entonces, Machado llega a la tarima. La acompaña un elenco de líderes opositores: Delsa Solórzano, Freddy Superlano, María Beatriz Martínez, Andrés Velásquez, César Pérez Vivas. Alebresta a la multitud recordándoles el triunfo de las primarias contra todo pronóstico y la permanencia en la ruta electoral a pesar de todos los obstáculos. “¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!”, grita la gente de a momentos.

Esto es una campaña para el estudio de las ciencias políticas: una no-candidata vetada por los canales de televisión y las emisoras de radio, catapultada a ser la política más importante del país por medio de Twitter y Whatsapp y TikTok, alebrestando multitudes mal nutridas o mal pagadas en un país con crisis humanitaria; con un eslogan, “hasta el final”, surgido orgánicamente en una marcha en Táchira de la campaña de la primaria; en un rally sin muchos equipos de sonido, con camiones en vez de tarimas, construido sobre donaciones personales, organización de vecinos y partidos y cualquier andamiaje o aparato que puedan conseguir. 

No llego a la “tarima” de prensa; un camión con decenas de periodistas y camarógrafos. Me sumerjo en la multitud, intransitable, sudando, pidiendo permiso, escabulléndome en los pocos espacios que se abren, hasta llegar a un edificio residencial y rogarle a un señor que me abra la reja. Desde su jardín, con ayuda de mis amigos, trepo a un samán. Allí, con tres o cuatro personas más entre las hojas y las hormigas amarillas, observo con vista de ave un mar palpitante de gente y banderas. “Esta lucha tiene un destino”, grita Machado con sus rosarios tricolores desde la tarima, “es la libertad… porque vamos a la victoria.”

La multitud está hechizada. Resuenan las vuvuzelas, se alzan las banderas, y Machado presenta a Edmundo González Urrutia, quien aparece con una gorra de los Tigres de Aragua y la menea ante la multitud. Lo acompañan su esposa, su hija (con una gorra del Museo de los Niños) y su cuñada. El símbolo de la familia, una vez más.

A diferencia de Machado y sus discursos energéticos, sísmicos, González se muestra sobrio y lee su discurso desde un papel. Pero la multitud, como en ningún otro momento, se vuelve eufórica cuando González Urrutia pide imaginar una Venezuela distinta: en la que “el presidente no insulte; que, al encender el interruptor, haya luz y al abrir la llave, haya agua; en el que la salud no esté enferma y en el que la educación eduque”. La multitud grita. “Un país sin presos políticos”, la multitud vuelve a gritar. “¡Hasta el final! ¡Hasta el final! ¡Hasta el final!’, vocifera la multitud. 

Al terminar el discurso, una mujer en sus sesentas –vestida con toda la parafernalia posible de la bandera– me pide ayuda para bajar del samán. “Yo voy a ser miembro de mesa”, me dice, “Ahora quiero un cigarrito”.  

Poco antes de subir al samán, hablé con Arelis: una mujer de la tercera edad que se identifica como “odontólogo pelando bola”. Es pensionada y gana 130 bolívares el mes ($3,6). “No tenemos agua, no tenemos luz, no tenemos comida”, dice, “queremos que regresen nuestros hijos”. Lleva una gorra con el logo del referéndum del Esequibo. No está segura de dónde la sacó. No importa. Aquí la gente está por algo más: “el cambio”, me dice Rafael Segovia, el profesor universitario. “El cambio”, me dice Francys González, la profesora del colegio privado. “El cambio”, me dice Erikson Pacheco, un motorizado de una bodega.

Votó por Maduro en el pasado, me dice Pacheco, y no le gustaba Machado. “Ahora me gusta… ¡bastante!”. De hecho, entre sonrisas, me cuenta que nunca había ido a una marcha en su vida. “Vamos a construir el nuevo país”, dice Francys González, “Reconstruir la parte educativa, colaborar todos para que este país cambie”.

Gustavo Rivero con su foto de Machado.

Poco antes que llegase Machado, una multitud de motorizados con banderas de Vente o franelas alusivas a la oposición, pasó tocando corneta y celebrando en frente de las bodegas donde la gente tomaba cerveza bajo el sol. “Esto es apoteósico, mano”, dice Gustavo Rivero, quien tiene un “tallercito de publicidad” en la zona industrial de La Victoria y milita en Acción Democrática desde 1983, “me erizo”. Lleva una fotico de María Corina con un lazo de la bandera puesta sobre su franela. “Esto es inédito”, me dice emocionado, “Esto es sinónimo de que el cambio está; que el cambio va”.

Tony Frangie Mawad

Tony (1997) is one of Caracas Chronicles' editors, where he writes since 2016. He graduated in Journalism and Political Science from Boston University in 2021. Since then, he has written at Bloomberg, The Economist, Politico and others.