Hasta el final: cómo la mutación de María Corina puso de cabeza la política venezolana
La capacidad de adaptación de María Corina Machado ha puesto de cabeza a la política opositora y ha subvertido el sentido de las elecciones en Venezuela: ¿Podrá convertir ese movimiento en algo más después del 28 de julio?
“No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo”. – Michel Foucault
Las imágenes de las enormes manifestaciones de Maria Corina Machado en Sabana de Mendoza, Trujillo –que se suman a las también enormes en Portuguesa rural– han dejado atónitos a muchos.
No solo es eso: el fragmento de su discurso en Sabana de Mendoza en el que habla en un lenguaje que raya con la democracia radical fue recibido por algunos con enorme desagrado, que hasta la compararon con Hugo Chávez, como si la idea de que “el pueblo es el que manda” no fuera la definición misma de democracia desde la antigua Atenas hasta las luchas modernas por el sufragio universal.
Podemos especular sobre ese desagrado. Están los que encuentran inquietantes las similitudes con Chávez en 1998, los que no pueden distinguir la retórica democrática de la demagogia, y los que tienen fobia a los pobres –y a la democracia como tal– , que siempre han existido en sectores de las oposiciones venezolanas, por tanto tiempo anidadas en su zona de confort entre la clase media de las grandes ciudades y seguras de que sus fantasías sobre pactos de élites son convicciones democráticas.
Esto es, precisamente, lo que hace tan fascinante la mutación política de María Corina Machado, quien, durante años, representó a lo más recalcitrante de las clases altas y medias caraqueñas y cuya defensa del sionismo de Likud, su afinidad con Donald Trump y su cercanía con partidos de derecha dura como Vox estuvieron a punto de hacerla impresentable ante la mayor parte del público.
Pero en un giro dramático –digno de una serie de HBO, al pasar de invocar una invasión liberadora a convertirse en líder de masas con su consigna “hasta el final”– Machado logró cinco proezas. Primero, sacó de su letargo a una “oposición” convencida que la cohabitación e incluso la obediencia eran no solo la única política posible, sino que esa política era moralmente correcta. Segundo, derrotó a todo el establishment “trans-chavista” creado por el gobierno, y su maniobra para unificar a la oposición en torno a una candidatura falsa y teledirigida. Tercero, con la consigna “hasta el final”, rompió con el cortoplacismo de las oposiciones venezolanas cuyo movilizador no es el deseo de cambio sino la expectativa de un cambio fácil y en el cortísimo plazo. Cuarto, “hackeó” el electoralismo venezolano al hacer una campaña electoral técnicamente ilegal que tiene dimensiones de resistencia civil y llevando adelante una movilización cuya sola idea horroriza a sectores de la oposición mayoritaria, incluso dentro de la misma Plataforma Unitaria. Quinto, movilizó a los excluidos del país: mujeres pobres y poblaciones rurales y semirurales que han estado viviendo el desastre desde mucho antes que las grandes ciudades –en cierto sentido, desde siempre.
Perdidos en la analogía con el fenómeno Chávez –la milagrosa ascensión del césar democrático, nuestro Lisan al-Gaib nacional– muchos olvidan que es precisamente la desigualdad social y la carencia de plataformas de participación política lo que hace posible estos contagios caudillistas: con una cultura política limitadísima que no conoce más que la campaña electoral, reduce la democracia al mero voto y rinde culto al partido, la sociedad venezolana difícilmente se habría podido movilizar ante otra cosa que no fuera un candidato.
Las elecciones, que son la única forma de democracia que los venezolanos entienden, hace tiempo se han convertido no solo en una forma de extraer consenso y legitimidad sino en toda una herramienta de control social y clientelismo, como ocurrió con Chávez e incluso Acción Democrática. Pero hoy, al ser prohibidas y falsificadas por un gobierno que no puede ganarlas, se han convertido súbitamente en una idea casi subversiva.
Ese es el giro más sorprendente de la actual situación: la revelación no del poder del voto, que no existe en un régimen autocrático, sino de un deseo de cambio profundo –existencial– a través de la demanda de elecciones libres, personificada en un candidato que no es candidato y que, a su vez, es representado por otro candidato cuyo reposo contrasta con la actividad frenética de la líder emergente. Ying y Yang.
Así, la increíble mutación de María Corina Machado en los últimos meses nos plantea dos preguntas. Una: dado que es difícil que Nicolás Maduro cambie su poder absoluto por una “diputación vitalicia”, como pasó con Augusto Pinochet, ¿será capaz Machado de desvincular su liderazgo de la coyuntura electoral y lograr lo que dirigentes como Henrique Capriles no lograron: ser líderes tras dejar de ser candidatos y tras el fin de las elecciones, ser líder incluso en medio de la desesperanza?
Esta pregunta es sobre el corto plazo. Si el gobierno se aferra al poder tras el 28 de julio (sea con un megafraude o suspendiendo las elecciones), ¿Machado nos sorprenderá nuevamente aprendiendo a navegar una situación que puede llegar a parecerse, según lo que pase en los próximos meses, a la de Filipinas tras el fraude de Ferdinand Marcos en 1986, que llevó a su colapso, o a la de Nicaragua tras la imposición de Daniel Ortega en 2021? ¿Sus seguidores la seguirán apoyando con el mismo fervor si los convoca a mucho más que salir a votar o si el esperado final se aleja y se complica?
La segunda pregunta es esta: asumiendo que ocurriera la por ahora fabulosa “transición”, ¿sería Machado una figura coyuntural, enteramente vinculada a un periodo de transición como Violeta Chamorro o Corazón Aquino, o podría tener, como los viejos políticos puntofijistas, un impacto más duradero en la política venezolana?
Esto tiene que ver con el largo plazo y tiene que ver con la visión anacrónica que ella parece tener del mundo, defendiendo un thatcherismo nostálgico que a veces recuerda al de Javier Milei. ¿Será capaz Machado de entender la caducidad de los marcos de pensamiento del siglo pasado y la absoluta singularidad de la situación venezolana, que más que ninguna otra requerirá instituciones y políticas inéditas y políticos que sean inventores y no simples gerentes? Es decir, ¿sería capaz de reinventarse nuevamente si, de alguna manera, pasa de recorrer sabanas y páramos a residir en la comodidad de las oficinas y salones del poder político, donde es tan fácil engañarse a sí mismo, como lo hacen los que no esperaban que ella llegara hasta donde llegó? Enigmas.
En todo caso, hasta donde sea que llegue la mutación de Machado –casi la única política venezolana que en este punto parece capaz de evolucionar– , lo cierto es que si el factor movilizador sigue siendo una expectativa de cambio inmediato y no el deseo profundo de cambiar la situación y de cambiar la vida, probablemente repetiremos el ciclo maníaco-depresivo de ocasiones anteriores.
En el camino al final, queda preguntarse: ¿son esas enormes manifestaciones en la Venezuela profunda –estas demostraciones estáticas de esperanza y dolor, que ocurren tan lejos de los espejismos, mezquindades y sumisiones de Twitterzuela– signo de algo más que una ilusión pasajera? ¿Significan que la gente también está dispuesta a llegar hasta el final?
Eso no lo sabemos y tal vez ni siquiera los que han asistido a ellas lo saben todavía.
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