Artes marciales para una oposición elástica

Para tener posibilidades de luchar, la oposición venezolana tiene que aprender a adaptarse y sobreponerse, incluso más allá de la ruta electoral.

“Si pones agua en una taza, se convierte en la taza. Pones agua en una botella y se convierte en la botella. Lo pones en una tetera y se convierte en la tetera. El agua puede fluir o puede golpear. Sé agua, amigo mío”. – Bruce Lee.

El 19 de abril, la Plataforma Unitaria anunció que el exdiplomático Edmundo González Urrutia –ya inscrito en el CNE, originalmente como candidato “tapa”– será el candidato por unanimidad de la oposición y que Manuel Rosales, el gobernador del Zulia, retiraría su candidatura.

Esta sería la tercera vez que la maltrecha oposición política dribla o sorprende al gobierno en los últimos meses. Primero, con las primarias del pasado octubre donde la participación masiva –incluso en zonas populares o en antiguos bastiones del chavismo– se convirtió en una suerte de manifestación pública. Allí, María Corina Machado, la  líder de Vente Venezuela inhabilitada, se convirtió en la inesperada representante de una victoria democrática tanto contra el gobierno como contra las viejas élites políticas de los partidos de oposición. 

La segunda ocasión que la oposición sorprendió al chavismo fue cuando Machado “levantó la mano” de la profesora Corina Yoris, aceptando cederle a ella la candidatura de la Unidad.  Y la tercera fue cuando todos se decantaron por lo que era la opción más lógica: un candidato ya inscrito pero no controlado por el gobierno.

Aunque el gobierno no solo tiene muchos más recursos y fuerzas sino que ha jugado muchísimo mejor que la oposición –que se empeña en leer la situación desde la óptica electoral aún cuando es evidente que el gobierno se encamina hacia una radicalización autoritaria– este sufrió su primer revés con la participación masiva en la primaria, en la que subestimaron el descontento. La siguiente vez subestimaron a Machado, creyendo que insistiría en su candidatura o llamaría a la abstención, y la tercera vez al conjunto de los factores de la Plataforma de la Unidad Democrática.

Pero no debemos leer estas pequeñas victorias de la forma moral en que nos lo indica el mainstream de los “analistas” políticos y de los catequistas del voto: el acierto no estuvo en apegarse a una ruta electoral que no existe sino en no colaborar en la farsa del gobierno que se beneficiaría de un dramático -e inútil- llamado a la abstención que colocaría la responsabilidad de lo que ocurrirá en julio sobre el regazo de Machado, quien ha entendido que responsabilizarla a ella por la posible derrota opositora es parte esencial de la estrategia del gobierno.

La cuestión es que, a medida que fue aceptando usar proxies, Machado dribló entre Escila y Caribdis pero con un efecto inesperado: la candidatura de oposición se fue depurando de polémica, haciéndose más “abstracta” y por eso más “representativa”, pues Yoris y González Urrutia no son políticos profesionales con trayectorias e concretas sino gente común que dieron un paso adelante para darle a otras personas comunes alguien por quien votar.

Y esa posibilidad de concentrar el enorme descontento en un símbolo permite dirigir una enorme cantidad de energía potencial: pero en este punto, y pese al innegable liderazgo de Machado, ese símbolo no es siquiera Gonzalez Urrutia sino el candidato de oposición que personifica el rechazo a un estado de cosas insostenible.

Gonzalez Urrutia es un impasse, un strike, que el gobierno probablemente corregirá pronto porque controla el aparato electoral y judicial y porque su apuesta es un candidato de oposición “potable”: es decir, uno que no se oponga a nada.

Sin embargo, la opinión pública tendió a inclinarse hacia un melodrama sobre quién hablaría con quién y cómo, convencidos de que era solo cuestión de ponerse de acuerdo y que –usando simpáticos truquitos electorales– podían sacar del poder a un gobierno casi-hegemónico que no tiene ninguna intención de salir del poder.

Pero en eso no hay nada de sorprendente: en Venezuela la política se ha entendido  esencialmente como campaña electoral y actividad partidista: la historia es un teatro de grandes figuras tomando grandes decisiones en nombre de masas erráticas y tontas protegidas de sus bajas pasiones por sus pastores. Y nuestra diatriba electoral parece definida por ello. 

La teoría del gran hombre

Casi nadie habla de la gente que se alzó contra el gomecismo tras la muerte del tirano sino de Eleazar López Contreras. Similarmente, en vez de hablar de quienes hicieron la Huelga Petrolera de 1936 y crearon los primeros sindicatos, se habla de como Isaías Medina Angarita creó el Ministerio del Trabajo. 

La intermitente, a veces trágica, a veces cómica, juanbimbada que sacó a los venezolanos de una condición servil y que está detrás de la temprana democratización venezolana fue convenientemente olvidada y presentada como legado de los prohombres de los partidos, sin los cuales –nos dicen– la democracia no es concebible. 

Por eso Hugo Chávez, más allá de su retórica participativa, usó profusamente las elecciones: transformándolas en plebiscitos donde un mercado electoral cautivo estaba condenado para votar por unos para que no ganasen los otros mientras se restringía sistemáticamente la oferta electoral al dificultar o bloquear la creación de nuevos partidos e iniciaba la cultura de las inhabilitaciones. Nadie llevó, como él, la cultura electorera a sus extremos, usando la campaña electoral incluso como medio de control social.

En esta cultura política, verticalista y centrada en el candidato, no tiene nada de raro que la organización y la movilización colectiva no tengan ninguna importancia al lado de los nombres de los líderes.

En ese contexto es donde aparece Machado como un enigma: de entrada, es el tipo de político menos común en Venezuela. Es el vástago de una gran familia, altamente ideológica, de derechas, con un discurso rígido y, aparentemente, poca preocupación con medios y estrategias. Celebridad política por excelencia, el rol de candidata le ha caído como anillo al dedo.

Pero Machado se ha convertido en la cabeza visible de la oposición democrática porque no acepta la continuación del sistema, postura considerada “extremista” por los lobby-analistas de Twitterzuela pero que es la de la mayoría de los venezolanos ansiosos de cambio, y porque se dedicó a realizar el trabajo de organizar a la Venezuela profunda que a ningún candidato profesional le importa (excepto para sacarle votos) mientras crece su afinidad con las mujeres: las mujeres pobres que se muestran como uno de los actores más importantes de nuestra maltrecha política.

Ella, la más improbable, es la única que ha vivido un auge. Verla con multitudes en pueblos cuya existencia ni conocen los horribles consultores de Caracas puede generar la expectativa de  un cambio en puertas, como en aquellos tiempos en que el voto valía algo. Pero estos no son aquellos tiempos y el voto vale menos que el bolívar.

La paz autoritaria

Igual que como lo es para buena parte de la oposición partidista, Machado es un problema mayor para el gobierno. Se le resiente por partida doble: por la paliza que le dió a esos partidos en la primaria y porque para muchos simboliza la intransigencia, la desobediencia e incluso la rebelión que se volvió anatema –luego de 2017– para la mayor parte de la opinión pública opositora que se llama “moderada”.

Así, hubo dos respuestas desde el transchavismo –esa extensión no formal del control o influencia madurista sobre partidos y grupos que históricamente han sido parte de la oposición– a la victoria de Machado. Una, política, es la candidatura de Manuel Rosales o la alternativa moderada y realista que, además de ser “potable” para el Madurato, presionaría a Machado a disolver su liderazgo en la candidatura de Rosales.

La otra respuesta es la que podemos llamar “ideológica”: la propagación de la idea de que está ocurriendo una transición democrática en Venezuela justificada con expresiones tontas (“candidato potable”, “puente de oro”) y absurdos símiles con situaciones pasadas que no tienen comparación alguna con la venezolana.

Pero la candidatura de Manuel Rosales va más allá de eso. Aunque el gobierno tiene todas las herramientas judiciales y electorales, la falsificación electoral no es sólo la represión de los oponentes sino una especie de dramaturgia para simular que el gobernante extrae de los gobernados el consenso que estos ya no le quieren dar. Para esto, al menos en las presidenciales, hace falta un oponente más o menos creíble que haga el papel del Dragón del Caos que el presidente va a abatir ritualmente. 

Manuel Rosales es el centro de una operación política ya bastante prolongada que comenzó con su retorno al país luego de años de exilio, su liberación y su eventual victoria en el Zulia. Es el avatar de la tesis en la que todo lo que está mal en la política se le culpa a la “oposición radical”: Maduro sigue en el poder solo por la abstención en 2018, dice esta versión, y porque la élite chavista tiene miedo –mucho miedo– de ser asesinada por María Corina y sus aliados norteamericanos. Es la ideología de la “paz autoritaria”, defendida por los analistas-ideólogos a los que el chavismo les ha tercerizado su legitimación.

La necesidad de estas narrativas y teatros ha llevado a una división del trabajo sorprendente entre chavismo y transchavismo: el primero se dedica a organizar la coerción y el segundo el consentimiento. Ya que el chavismo no se puede justificar a sí mismo, requiere no solo de propagandistas (los lobby-analistas) que lo normalizan sino “opositores” dóciles que presentan “la abstención” y el “radicalismo” como las causas de la permanencia del chavismo en el poder.

El problema es que, pese a los intentos para vender a Rosales como un hombre de estado moderado, el rechazo a su candidatura es enorme: su carrera es bien conocida, su cercanía con el gobierno evidente, su vulnerabilidad y falta de disposición a luchar notorias, y su inscripción como candidato a última hora –seguida inmediatamente de un enorme rally en Maracaibo– y sin notificar al resto de las fuerzas solo ha generado desconfianza.

Pero, hasta ahora, la campaña por beatificar a Rosales falló: él mismo acabó señalando que no iría sin el apoyo de la PUD a las elecciones antes de retirarse. La candidatura de Rosales, además, no solo iba fagocitar la candidatura de la PUD sino también todos los logros de la primaria tan inconvenientes para el gobierno como para el ecosistema de los partidos-guiso, los candidatos profesionales y las elites seniles.

Demokratia y  Pankration.

El chavismo, que además de su trasfondo militar viene de la tradición de “todas las formas de lucha”, sabe que fácilmente una campaña electoral se puede convertir en un movimiento político o una rebelión. Ellos no creen que la política sea una campaña electoral o un juego de mesa, no confunden democracia con normas y buenas maneras. No son ingenuos y ya han pensado en todos los escenarios. Nada les impide inhabilitar a González Urrutia o ilegalizar la tarjeta MUD que representa. El escenario electoral es el que menos sorpresas alberga porque el gobierno lo controla unilateralmente.

Por supuesto que –con el gobierno adaptado a una comandada de candidatos profesionales y partidos-negocio dedicados a cazar rentas o partidos entourage dedicados a promover una celebridad política– el auge de María Corina Machado, atrayendo multitudes como el Lisan al Gaib de Dune, levanta alarmas. Sin embargo, lo que impide que Machado pueda ir más allá del rol de candidato –y a los comanditos comandar las luchas sociales y políticas en su localidad y a la campaña electoral convertirse en una de presión por elecciones libres– no es solo la represión y el desastre sino que la oposición misma está prisionera de su electoralismo, de su elitismo y de su convicción de que la política es monopolio de políticos y politólogos mediocres ante los cuales los ciudadanos no pasan de ser la hinchada o la audiencia que asiente y toma notas. La política de los grandes hombres. 

Si la oposición se viera a sí misma no como un gobierno paralelo o un gobierno posible sino como un movimiento para darle una parte a los que no tienen parte, podríamos saber cuanto pesan esas otras limitaciones. Pero lo que gran parte de la oposición quiere, por ahora, es ganar una elección, votar un domingo y volver para la casa.

Un poco como ocurre con las viejas artes marciales con sus posturas ornamentales, ese fracaso se traduce en rigidez o estrechez de principios y de medios: en términos prácticos, el fracaso de las oposiciones venezolanas se manifiesta en la reducción de su actividad a un solo canal. Pero, como las artes marciales mixtas –anticipadas y recordadas en la legendaria entrevista de Bruce Lee– la democracia no se reduce a un principio o a un medio o un tema: ni el voto, ni las asambleas, ni las protestas, ni las negociaciones, ni la desobediencia civil, ni los partidos ni el activismo la definen: puede pasar por todas esas formas sin reducirse a ninguna.

Si la oposición continúa confinada al principio meramente electoral y los intereses elitistas que le sostienen no podrá esperar otra cosa que otro ciclo más de ilusión y decepción porque en Venezuela no hay condiciones para una elección libre.

Pero si entiende –y hace entender– que tiene que afrontar la tarea dificilísima de conservar las demandas, las estructuras y los liderazgos que ha ganado desde octubre más allá de esta coyuntura y en función de algo que vaya más allá del inmediatismo y del principio electoral, si deja de ser el proyecto y el monopolio de las mismas élites que repiten los mismos fracasos, al menos seremos capaces de dar una lucha honesta y mirar al futuro con algo más que ilusiones o terrores.