Los que están peor
Carlos viaja a la tierra del Comandante Supremo y Eterno, y conoce a un grupo de viejitos sordomudos al borde de una carretera que lo despiertan de su burbuja. Pero ¿quién está peor?
Me tocó ir a Barinas para la boda de un amigo que ya se fue del país.
Viajé con la familia de mi pana, el que se casó, y como buenos venezolanos todos, terminamos desayunando empanadas y malta en un puesto a un lado de la carretera.
Estaba con puros dueños de negocios, con pequeños empresarios, gente para quien la crisis se manifiesta en menos clientes y locales cerrados; no en neveras vacías.
Estaba con puros dueños de negocios, con pequeños empresarios, gente para quien la crisis se manifiesta en menos clientes y locales cerrados; no en neveras vacías.
Como ex-clase media que soy, pude mimetizarme para participar en la conversa, y hablar sobre temas más grandes que los rumores del contenido de la bolsa CLAP del mes.
La burbuja no duró mucho.
El puesto de empanadas era un kiosko bajo la sombra de una mata de mango, que cada cierto tiempo nos recordaba su presencia con un bombazo sobre el techo de zinc. Ese sonido que para muchos hoy suena a almuerzo.
Uno de los mangos cayó muy cerca de un viejito que estaba sentado en la acera. Sonó tan duro que me sacó del frenesí de la salsa de ajo (cómo extrañaba esa vaina) y la conversación sobre los carros autónomos y sus implicaciones para la humanidad.
El viejito empezó a hablar a nadie en específico allí en medio de la acera, pero solo decía “nanana”. Señalaba el mango, señalaba su cabeza, y hacía otras expresiones. Todo lo narraba en “nanana”. Si no fuera por lo sucio parecería una caricatura, jorobado con pantalones demasiado arriba, la camisa por dentro, y muy expresivo con las manos.
Se acercó a nuestra mesa, y empezó a agarrar los platos y las servilletas. Yo le dije que no se preocupara, pero él seguía: “na nanana na”.
“Menos mal que no era uno de los grandes, los rojos esos, le cae encima y queda ahí”, le dije.
“Nana nanana na”, contestó asintiendo.
Volvió a repetir las expresiones, señalaba el mango y su cabeza.
A media conversación -o intento de-, me enseña un papel plastificado.
“Soy discapacitado”, alcancé a leer escrito en letras rojas.
Eso me desencajó, parecía algo que enseñaría para pedir dinero. En ese momento, me di cuenta que había tres viejitos más limpiando las otras mesas.
Desde otra mesa, uno de los señores con los que andaba yo le ofreció una empanada.
“Na nanana na”
“Pabellón”, traduje.
No porque haya entendido, sino porque es la que más se parecía a una comida completa. El viejito se sentó en la mesa que estaba limpiando. Empezó a comer, pero con pellizcos, no le quedaban muchos dientes. Igual la disfrutó, hacía algunas expresiones en lenguaje de señas que yo no entendía: Dos dedos sobre el hombro.
Uno de los otros viejos se acercó. Parecía el líder.
Llevaba guardacamisa blanca por dentro y pantalón corto. No estaba jorobado. Empezó a hablar en lenguaje de señas con el que estaba comiendo en la mesa. Parecía apurarlo, como si les quedara otros sitios por recorrer.
El señor con el que estaba yo terminó comprándole una empanada a cada viejito. Entonces el líder también se sentó en nuestra mesa. Quería hablar con él, pero nos hizo señas para explicar que también era sordomudo. Hizo una seña como de avión, preguntando si venimos de afuera.
Conseguimos un lápiz y escribí en su libreta “Puerto Ordaz”. Con señas parecía decir: “es que tienen facciones extranjeras, parecen de afuera”.
Lo más de afuera que vi del grupo con el que andaba es que podían comprar empanadas sin preocuparse por el precio.
Al rato se levantaron, e hicieron algunas señas que no entendí. Asumo que decían gracias. Aunque no se veían muy felices, el día apenas empezaba.
El contraste de cómo era mi vida antes y cómo es ahora es una película que veo en mi cabeza todos los días.
Yo siempre pienso que estoy mal, porque a mi casa llegó el colapso económico con toda la fuerza del Gigante. El contraste de cómo era mi vida antes y cómo es ahora es una película que veo en mi cabeza todos los días. En repeat. Y a pesar de eso, he podido resolver porque soy joven, estudiado, y se hacer de todo. Siempre pienso que en el peor de los casos empezaremos a vender nuestras cosas, así que todavía hay margen de acción.
Los viejitos sordo-mudos, en cambio, no tienen tantas opciones. El colapso económico se los está llevando como una avalancha. Sin ayuda del estado, ni del presidente, ni de Chávez, ni de nadie.
Andan ahí, recorriendo los puestos de empanadas para ver quién les brinda comida, deambulando, resolviendo aislados del ruido, seniles, en su propio mundo.
Sin oír promesas ni amenazas, sin mayor conciencia de lo que han perdido y de lo que les espera mañana. Ellos solo siguen su camino, pendientes del hoy. Esquivando mangos.
Ahora que lo pienso, quizás ellos están mejor que nosotros.
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