Verle la cara a Marilyn
En el hospital no hay morfina. Marilyn no se queja.
La vida del pasante de Medicina, al menos al comienzo, se reduce a tratar de no perderse en el hospital. Uno se prepara para enfrentar las numerosas entradas en cuartos equivocados, siempre con la cara muy seria para que nadie note lo desorientado que está, hasta que se encuentra al paciente que se le ha asignado. Y así, luego de sortear el laberinto periódico, fue que conocí a Marilyn —a quien me tocó atender por varias semanas.
Una montaña de rizos entrecanos que coronaban su almohada y el rostro surcado de arrugas invitaba a calcularle 60 años cuando en realidad tenía 49. Esa primera vez, venía agotada de medirle la tensión a una viejita renuente y no me sentía en la mejor disposición para atender a ‘otra señora más’. Conteniendo la impaciencia respiré profundo y le pedí que me diera su brazo para tomarle los signos vitales. Marylin no solo me dio su brazo sino que también se abrió como un diario. Quería conversar.
“Mire”, comenzó, “cada vez que yo me quito la cobija, esa señora de al lado pone mala cara por el olor.” Aunque yo quería responderle que sí, que esa señora tenía muy mal carácter, me contuve. “Tranquila Señora Marylin, no huele a nada”, me limité a responder. Eso era una mentira a medias, el hospital siempre huele a muchas cosas, pero la verdad es que son tantas que es difícil saber quién huele a qué, en especial en un cuarto donde hay 4 pacientes más.
Marilyn había llegado al piso 5 del hospital luego de ingresar a la emergencia por una hemorragia vaginal. Aunque lograron estabilizarla, era necesaria una tomografía para que los cirujanos pudiesen tomar decisiones. En el hospital no se hacen tomografías desde tiempos inmemoriales, así que los pacientes buscan alguna institución privada para el estudio.
Luego de varios días su hijo se sinceró: “Nosotros se la vamos a hacer, ya tenemos el sitio pero estamos esperando a que nos den cupo un miércoles que las hacen más baratas… Lo que pasa es que no tenemos mucha plata ahorita” añadía como si fuese necesaria una disculpa. Cuando quizás la disculpa debía venir de todos nosotros.
Una disculpa no solo por carecer de tomógrafo en un hospital tipo IV, sino porque la hemorragia de su mamá era secundaria al cáncer de cuello uterino que padecía. Una enfermedad única en su especie: un tipo de cáncer perfectamente prevenible, solo basta una citología anual para detectar lesiones por Virus de Papiloma Humano (VPH) que es su agente causal. Cada vez que una mujer se enferma de cáncer de cuello uterino quiere decir que se enlazaron una serie de fracasos del sistema de salud. Una derrota de la cual todos somos responsables, la vergüenza de no poder garantizarles a las mujeres de un país un examen tan sencillo, rápido y económico como la citología.
Escuché todos los chismes que Marylin contaba sobre sus compañeras de cuarto o sobre las enfermeras, y reflexioné sobre la larga cadena errores que ocurrieron hasta llegar al cáncer de cuello uterino. El interés académico con el que analizaba su enfermedad desapareció una mañana aciaga en que la vi vomitar lava plomiza. Era la sangre que en el sistema digestivo se torna oscura antes de ser expulsada.
Pero no, no soy doctora ni tengo nada para el dolor. Solo tengo inciertas afirmaciones repartidas estoicamente entre ella y sus familiares.
Incluso el más firme estudiante se deja impactar cuando se topa con un espectáculo así. “Primera vez que veo vómito negro”, comentan algunos compañeros sosegados, reflexivos, delimitando los dominios de las implicaciones fisiológicas de la situación y reduciendo los estragos emocionales a la memoria cuando la imagen, tatuada en fuego, reaparece sin pedir permiso. “Negro como ese cuaderno”, añaden. “Negro como ese cable, como ese bolso, como aquel lapicero”, o como cualquier cosa que tengan a la mano para señalar con eludido espanto la terrible imagen de la que han sido testigos sin querer.
Pero esto a Marylin no parecía preocuparle tanto como otras cosas. “La Dra. Carla es muy despistada, usté sabe”, dijo con tono de niña acuseta, “acuérdele que me ponga algo para el dolor, doctora.”
Pero no, yo no soy doctora ni tengo nada para el dolor. Solo tengo inciertas afirmaciones repartidas estoicamente entre ella y sus familiares.
“Voy a preguntar por los analgésicos, yo le aviso al especialista que tiene mucho dolor”, le contesté. Como si realmente no supiera que la morfina está agotada, fingiendo incólume que las órdenes médicas que pasan de un lado a otro tienen alguna finalidad, que las frases murmuradas inconexas en cada revista pretenden solucionar algo.
Como los designios del azar son despiadados, o quizás porque el cáncer es un competidor inclemente y hostil, fue el día antes de su cita para la tomografía cuando, entre nuevas arcadas de rutilante y oscuro vómito, se dejó que la lucha entre Marilyn y su enfermedad se librara sin más intervenciones.
Presenciamos el terrible espectáculo tratando de contener el pavor, con miradas esquivas y suspiros contenidos, evitando pensar que la derrota de Marilyn era en realidad nuestra propia derrota como profesionales, como personas, como país. Mitigando entre absurdas cotidianidades el gélido horror de reconocer todas las mañanas, en la agonizante debacle de una mujer, a un país entero sepultado bajo los dominios del petróleo que borbotea hasta matarnos.
Tratando de suavizar la despiadada bofetada de vernos reducidos a un cáncer sin morfina, sentenciados eternamente a esa mirada vacía que se ahoga en raudales de negro vómito.
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